Programa 161: Su majestad, la empanada

(Emisión del 19 de agosto de 2012)

“Hermoso como vacuno joven es el canto de las ranas guisadas de entre perdices, la alta manta doñiguana es más preciosa que la pierna de la señora más preciosa, lo más precioso que existe, para embarcarse en un curanto bien servido,
el camarón del Huasco es rico, chorreando vino y sentimiento, “

“como el choro de miel que se cosecha entre mujeres, entre cochayuyos de oceánica, entre laureles y vihuelas de Talcahuano por el jugo de limón otoñal de los siglos, o como la olorosa empanada colchagüina, que agranda de caldo la garganta y clama, de horno, floreciendo los rodeos flor de durazno”.

Este extracto de la Epopeya de las Comidas y las Bebidas de Chile, escrito por Pablo de Rokha, apalanca la conversación de hoy llevándonos hacia los amores de su majestad, la empanada chilena. Una mesa bien adornada y por supuesto provista de servilletas y mostos, es el escenario ideal para abrazar los sabores.

Como todo en Chile, las comidas obedecen al variado y gracioso territorio que pone improntas particulares en sus rincones. También aporta a ello la conjunción entre elementos y técnicas indígenas y lo allegado desde la cocina española. Sobre ambas se construyen alimentos, costumbres y hábitos culinarios emblemáticos del país.

Estos elementos conforman la cocina criolla chilena, destacada por sus variados aromas, sabores, colores y formas, resultantes de la diversidad geográfica y de la pasión y creatividad humana. Temprano con los conquistadores llegaron ingredientes que, mezclados a lo originario, crearon los platos más típicos de Chile.

La cocina chilena adquirió vigor propio en el siglo XVIII, donde los productos regionales tomaron forma de apetitosas curiosidades y le dieron identidad a los lugares. Algunas muestras son el vino de San Javier, la chicha de Villa Alegre, las tortas de Combarbalá y de Curicó, los quesos de Chanco, y el curanto de Chiloé.

Muchas de las comidas cruzan el territorio nacional a lo largo y ancho de sus hermosuras, conservando sus estructuras profundas pero variando la composición según sea la oferta de productos y costumbres. Entre ellas destacan la cazuela que galopa a rienda suelta por Chile y por supuesto, la empanada y sus formas y sabores.

Algunas encuestas muestran que la carrera chilena por la identidad se ejecuta principalmente a tres bandas que abrochan el medallero de la tradición culinaria. El pastel de choclo dorado y tierno, la cazuela y su enjundia, y las empanadas calduas se empinan en orden decreciente en el cancionero principal de nuestras comidas.

No se olvidan otras preparaciones valiosas en el decálogo de platos típicos. Los porotos con rienda encabezan el cuarto lugar de la lista de preferencias. A ellos se suman los porotos granados, el bistec a lo pobre, el charquicán, la humita, la plateada con puré, y la carbonada. Todas son parte del decálogo patrimonial de comidas.

Los platos más consumidos por los chilenos suelen ser ideas maravillosas pero de muy sencilla implementación y degustación, como en el caso de un jugoso asado al palo, por ejemplo. En otras situaciones de más imaginación, la simpleza adquiere un mayor grado de complejidad; la empanada es una prueba de esta creatividad y pasión.

Su origen está en la decisión de preparar alimentos envueltos en harinas amasadas, para conservar jugos, sabores y aromas. La empanada agrega una cuota de misterio a su sugerente ropaje. Ella encierra la sorpresa que induce a la adivinanza traviesa para develar los misterios escondidos tras el crujido celestial de la masa.

Las empanadas existen en todo el mundo. En China ya estaban en tiempos de Marco Polo y en Egipto, 2.700 años A.C., eran parte de las comidas habituales. Variantes se encuentran en todas partes, con una diversidad de tipos y rellenos. Todas las cocciones son posibles en formas asadas, fritas, y cocidas al vapor, entre otras.

Las empanadas se pierden en el túnel de las civilizaciones. Al parecer Asia central, antes del siglo IX, fue su lugar original. Donde había trigo se preparó una masa rellena con una mezcla de los elementos disponibles, como carnes, pescados, vegetales y/o frutas. El resultado es sabroso, simple y se come con las manos.

Los moros la llevaron a España, aunque se dice que había variedades nativas. Cuando siglos después América fue descubierta, un nuevo horizonte se amplió para la empanada. Acá encontraría muchas nuevas vidas, expresadas en las formas chilenas, salteñas, tucumanas, pasteles fritos, chuquisaqueñas, y otras sublimes variedades.

La empanada apareció en Chile cuando Pedro de Valdivia conocía el territorio. Se dice que Inés de Suarez elaboró la primera muestra. La costumbre española acomodada a lo indígena se consume horneada o frita. El relleno es “Pinu”, vocablo mapuche relativo al picadillo de carne, huevo, pasas, cebollas, color, y ají.

En la actualidad el pino se basa en carne de vacuno o pollo o marisco o atún, según sean las costumbres. En las últimas décadas se tornan populares las versiones de queso y las vegetarianas, sobre todo la de champiñón. Muchas empanadas son del gusto de jóvenes y niños, como la napolitana de jamón, queso, tomate y orégano.

La empanada chilena tomó su forma durante el periodo colonial. Eugenio Pereira Salas consigna que en los inicios del 1800 ya era un alimento reconocido y que sus rastros se internarían hasta el año 1650. Como otras cosas la empanada nace del encuentro entre lo español y lo mapuche, y acompaña a Chile desde sus orígenes.

La industrialización está privando del encanto de las empanadas caseras; esas cocidas en hornos de barro, en tambores lujuriosos o en cocinas modernas. Esas cuyos aromas llaman en la distancia como aullidos silenciosos. Hay muchas formas de preparación, pero lo fundamental y profundo no aparece en las recetas tradicionales.

No es un asunto de dinero ni de contenidos. Es la ‘mano del cocinero’ que la elabora. Recurriremos a la receta de un patachero fino. Para el guatón Daniel Faundes la exquisitez de la empanada parte por la masa bien sobajeada para que cumpla con su función doble de saboreo y de contención de los jugos y sólidos de la mezcla.

Daniel dice que el pino es relevante, ojalá preparado el día anterior, ya que convoca los secretos de cebollas y aliños. El guatón le pone pino, la especialidad de la casa, con cebollas firmes picadas en cuadritos. La carne en pequeños trozos, debe ser escasa en grasas y sin nervios. No comete el pecado capital de usar carne molida.

Faundes embalado calienta aceite donde fríe la cebolla hasta que se transparente; le agrega aliño completo y orégano molido, unos dientes de ajo picado, y el ají de color. Un poco de azúcar evita la repitencia. Cuando la cebolla avisa incorpora la carne picada; una vez cocido tapa la olla para que se enfríe y repose unas horas.

El guatón deja al aguaite huevos duros, aceitunas, pasas, y enrumba hacia una mesa donde desparrama harina blanca. En un montículo con cráter pone manteca y una taza de agua tibia con sal. Luego se nota la experiencia sobajera en las manos de Faundes. Con la masa lista hace bolas más pequeñas que estira con el uslero.

La reflexión se llena de sabiduría: la masa debe cumplir con su función de abrazar el contenido y lograr que la empanada no se rompa al hornearla. Con la masa estirada, corta trozos redondos y sobre ella pone el pino, aceitunas, pasas y trozos de huevo. El guatón apretado cuenta los trozos para ser consecuente con la calidad.

Luego se asegura que el pino no se escape, doblando los bordes previamente humedecidos con agua. Así pone atajo a los jugos y contenidos intrínsecos de la empanada. En el toque final se unta los dedos con yema de huevo y pinta la masa para que adquiera el color dorado característico. La cocción dura unos 30 minutos.

Las empanadas se sirven calientes y se demuestra destreza para gobernar los calores. Con el debido respeto, el dicho popular indica que en el pollo, las mujeres y las empanadas se usan las manos. Póngale pino para ingerirlas; si está de pie abra bien las piernas para que el caldo indolente no ensucie la ropa y los zapatos.

Si está sentado, acerque bien el plato y la servilleta para evitar los desaires. Al primer mordisco tembloroso y sonoro el pino caliente asomará por la lengua y bajará por la garganta para depositarse en las entrañas profundas. Ud sentirá que los sabores calientes llegan hasta la silla, pero el vino hará su justa labor de equilibrio.

Como en la cancha se ven los gallos, señores auditores cómanse unas empanadas caldúas y calientes acompañadas de un tinto cualquiera sea la marca. No echen el poto para las moras, porque se reencontrarán con un patrimonio que viene cocinándose en el calor de los tiempos para afincarse en los paladares de Chile.

Don Fidel Sepúlveda describió sus sentimientos sobre su majestad la empanada plasmando de sabores a palabras que no desaparecen en las nostalgias. Por el contrario, dan campanadas de olores que despiertan a los chilenos. Dice don Fidel: “La empanada es una criatura viva, juguetona. Con una empanada verdadera uno nunca puede estar seguro o confiado. Cuando le entra el diente, siempre está inminente el riesgo de que se le escape lo mejor de ella: el jugo. La empanada es una moza traviesa, arisca a la que hay que conquistar con tino, mejor dicho a la que hay que seducir. Por afuera parecen todas iguales. Su envoltura es a veces una impostura. Pero ya en el color y lustre se puede adivinar su calidad interna. Luego, el tacto nos avanza el dato de su condición”.

“La caparazón de la empanada debe ser, como decíamos antes, delgada y consistente, fina y resistente. Aquí el continente y el contenido deben estar en perfecta armonía. Hay empanadas de muy diversas índoles: de peras, de manzanas, de alcayota, de mariscos, etc. Pero todas, si quieren ser lo que prometen, deben tener la piel fina, tersa, no fácilmente vulnerables o, si se quiere, suavemente vulnerables, víctimas de su propia seducción. Una buena empanada nunca se come impunemente. Ingresa al registro de lo memorable. Una empanada es siempre un misterio que sólo se conoce cuando se destapa y una aventura siempre irresistiblemente riesgosa”.

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