Programa 130: El maíz y las costumbres del patrimonio culinario

Fuente: http://www.ecoosfera.com/wp-content/imagenes/maiz.jpg

(emisión del 04 de diciembre de 2011) 

Las mazorcas del maíz
a niñitas se parecen:
diez semanas en los tallos
bien prendidas que se mecen.
Tienen un vellito de oro
como de recién nacido
y unas hojas maternales
que les celan el rocío.
Y debajo de la vaina,
como niños escondidos,
con sus dos mil dientes de oro
ríen, ríen sin sentido…

El extracto de La Canción del Maizal de la galardonada Gabriela Mistral, citada por Sonia Montecino en su libro la Olla Deleitosa, impone el ritmo al programa de hoy levantando la importancia del maíz como esos rayos de sol contenidos en mañanas adelantadas en calor de verano.

Desde los distintos rincones de la patria asoman preparaciones que puestas en los albos manteles componen aromas, sabores y colores que identifican rasgos deslumbrantes del sagrado patrimonio culinario chileno vinculado a los  alimentos, en general, y muy especialmente al maíz y sus diversas expresiones en particular.

Debido a su productividad y adaptabilidad, este cultivo se ha extendido rápidamente a lo largo de todo el planeta desde que los españoles y otros europeos lo exportaran de América durante los siglos XVI y XVII. Actualmente es usado en la mayoría de los países y es el tercero en importancia detrás del trigo y el arroz.

Además de alimento, el maíz también es ampliamente utilizado en medicina popular contra diversas enfermedades. Por ejemplo, la infusión de los denominados pelos del choclo, esos filamentos que crecen como una rubia cabellera en el extremo de la mazorca, es un excelente diurético usado en caso de trastornos renales.

Probablemente este es el vegetal más domesticado y evolucionado del reino verde. Aunque su origen es un misterio, se reconoce que llegó a los humanos ya altamente evolucionado, y sin que se identifiquen formas intermedias de transición. Los descubrimientos arqueológicos y paleobotánicos indican que el maíz procede de un antepasado de tipo silvestre; un cereal de grano duro contenido en una vaina.

Los mitos indígenas americanos describen que el maíz permanecía oculto bajo una montaña o una enorme roca donde solo las hormigas podían sacar los granos. Al ser descubierta su existencia por la intervención de distintos animales, la solicitud de ayuda a los dioses lo puso a disposición de la humanidad.

El maíz es nativo de América y con origen específico en Mesoamérica, desde donde inició su tránsito hacia todo el continente. El nombre proviene de mahís, una palabra del idioma taíno hablado por los pueblos indígenas de Cuba que sostuvieron los primeros encuentros con los europeos. Distintos nombres posee esta maravilla  en diversos territorios americanos; por ejemplo, en quechua se denomina “sara” y en mapungun “karüwá”.

Alrededor del 600 DC, el pueblo Tiwanaku cultivaba maíz, coca, ají y otros productos para abastecer al altiplano. Los Incas fueron herederos de esos conocimientos, lo que les permitió el manejo de distintos  ambientes ubicados a diversas altitudes. Así el maíz llegó a la actual zona norte de Chile.

Hacia el sur los antecesores de los Mapuche constituyeron grupos reducidos que basaban su supervivencia en la caza, la recolección y la agricultura en pequeños huertos. Esto último permitió el desarrollo de cultivos a pequeña escala con base en el maíz, papa, quinua, calabaza, habas y ají.

La cocina chilena tiene influencias europeas, especialmente españolas, y de pueblos originarios. Los primeros, además de recetas, trajeron trigo, cerdos, pollos, bueyes, toros y vacas; los segundos proporcionaron las papas, el maíz y los porotos. Los ingredientes se mezclados produjeron las sinergias de los sabores desde donde surgieron algunos de los platos más típicos del patrimonio culinario chileno.

Desde los orígenes, en el país se usa el maíz en sus distintas formas. En las harinas de panes y tortillas, en los granos secos de la chuchoca entera o molida, en el mote para guisos y postres, en los choclos tiernos de las cazuelas y guisos y en el pilco de los porotos granados. Esa misma ternura da origen a las humitas reinas y al rey pastel de choclos. También destaca la humildad gustosa del choclo cocido aderezado con mantequilla.

En el siglo XVII fueron las monjas quienes dieron un impulso a la cocina chilena. La expresión “Hecho con mano de monja”, es una forma de graficar la exquisitez de su preparación culinaria. Se aprovechan los dones de la tierra, el cielo y el mar. En ellos el maíz, en sus diversos estados, es un ingrediente esencial en muchos de los platos considerados como típicos.

La palabra “chicha” corresponde al nombre de una variedad de bebidas alcohólicas derivadas de la fermentación del maíz, de otros granos y de frutas como manzanas y uvas. En ese contexto aparece el muday mapuche, elaborado a partir de la fermentación de granos de cereales como maíz o trigo, y que tiene semejanza con la chicha de otros lugares de América del Sur.

El muday, o chicha de maíz,  es una bebida mapuche de color amarillo-blancuzco y baja graduación alcohólica. Se consume como bebida refrescante, y sus principales usos son sociales y religiosos. El modo tradicional de prepararlo es con granos de maíz secos, que se muelen y tamizan, añadiéndoles agua para que se hinchen y así molerlos nuevamente para amasarlos. Luego se hierven en una olla y se dejan entibiar, para llevarlos a un proceso de fermentación. Antiguamente se masticaban los granos antes de amasarlos.

Los diversos platos típicos ameritan su puesta en escena mediante la valoración del  espacio que ocupan en las tradiciones y costumbres de los chilenos. Pero el tiempo ingrato aconseja focalizarnos sólo en uno de ellos para levantar la belleza del sabor de la cocina chilena. Por su elegancia hemos escogido a la tradicional humita, derivada del quechua Humint’a, como homenaje a una reina de la cocina, doña Alicia Donoso, y sus recetas campesinas acomodadas en la maravilla de sus manos que administraban ese verdadero rito de amor.

La preparación de su majestad, la humita chilena, es un acto social que se inicia en la decisión temprana que acompaña la adecuada selección de los choclos parentales, que tienen que ser tiernos y jugosos. Una vez desnudados con paciencia infinita para no romper ni alterar sus hojas, que luego serán el receptáculo del contenido celestial, se procede a limpiar a las mazorcas de las cabelleras coloridas que las coronan. Las hojas ordenadas con diligencia en una mesa esperan la pronta selección para ser usadas como envoltorios.

Entonces se inicia el rallado de los choclos cuidando de no afectar las manos que se mueven con destreza para obtener el espeso caldo del choclo tierno.  Como alternativa, los granos se cortan con un cuchillo afilado para luego triturarlos en una procesadora o en un molinillo. El paso por un cedazo o colador permite eliminar las cáscaras aunque puede no ser necesario si los choclos están bien molidos y se busca más consistencia en el producto.

Luego el ambiente se llena de aromas, cuando se inicia la fritura de la cebolla picada en su mezcla celestial con la olorosa albahaca, un poco de ajo, algo de leche y color, y ojalá sal gruesa marina molida en piedra. La preparación se revuelve lentamente hasta lograr un cierto espesamiento antes de adicionarlo a la masa del choclo molido. La suavidad y las pizcas de amor son vitales para que se produzca la conjunción profunda de los sabores patrimoniales.

Mientras la mezcla reposa y madura en su sabor, se inicia el ritual de selección de las hojas más anchas y tiernas que permiten elaborar la humita. Aquellas más delgadas son usadas para las amarras que acinturan la mezcla. Las hojas pareadas, como en el rodeo, se superponen enfrentándose en su ancho facilitando  la tarea de convertirse en un envoltorio que contiene con eficiencia los sabores del choclo.

En un acto sublime, a las hojas se le agregan dos o tres cucharadas grandes de la mezcla que espera en una fuente u olla, ojalá de greda de Pomaire, pero de la auténtica que se elabora a mano. Como un regalo para los estómagos, se atan las humas con las tiras de hoja una vez envueltas con habilidad  como si se tratara de un paquete con presentes navideños. Aquí se demuestra la pericia del cocinero, para que la huma quede firme y no se rompa ni desarme durante su cocimiento.

Cuando el agua hierve se cuecen las humitas durante unos 40 minutos. Mientras se espera el aviso de los aromas que se esparcen como una campana silenciosa por el ambiente, se prepara el escenario para la degustación. En tanto es conveniente el calmado de los jugos gástricos con algún engañito e incluso un suave vino de oscura y dulce espera.

Una fuente de tomates frescos, en mezcla de albahacas olorosas del huerto, unas cebollas nuevas picadas en pluma y unas gotas de aceite, es el complemento perfecto para abordar la tarea de consumir las humitas. Por los costados las copas esperan ese perfumado vino tinto ya descorchado y para los atrevidos, un pipeño de San Javier que captura la esencia de parras antiguas acostumbradas a asolear las uvas con aires de tierra y sol.

Los aromas de las humitas dan el aviso irrenunciable y su traslado en fuentes hasta la mesa con los comensales, da inicio al ritual de invertir el proceso iniciado desde temprano en la mañana. El primer acto de amor es la contemplación de la humita puesta en el plato y el acercamiento lento para sentir como el aroma de la esencia de los campos penetra por la nariz  para rebotar en el cerebro y bajar con suaves golpes de electricidad por la espalda.

Entonces se inicia la liberación sacando las amarras que mantienen cautivos a esos choclos tiernos, ahora amoldados por la cintura con la gracia de una guitarra. Con la libertad a cuestas, se desnuda a la humita abriendo las alas de sus hojas para observar su cuerpo humeante que se entrega en plenitud. En ese momento la mezcla cocida ya puede abrazarse a esas papilas descontroladas en bocas hechas agua.

El extracto de la ODA A LA FERTILIDAD DE LA TIERRA de Pablo Neruda respalda, en lo cotidiano y en lo festivo, al consumo urbano y rural del maíz en todas sus condiciones. El maíz reitera su carácter indígena. Los sabores antiguos repican en la memoria de las tradiciones culinarias del patrimonio e identidad de Chile.

A ti, fertilidad, entraña
verde
madre materia, vegetal tesoro
fecundación, aumento
yo canto
yo, poeta, yo hierba
raíz, grano, corola
sílaba de la tierra
yo agrego mis palabras a las hojas,
yo subo a las ramas y al cielo.

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